En esta etapa de la Historia en que nos ha tocado vivir, son pocos los que aún se resisten a admitir que Occidente (y, en primer término, su matriz que es Europa) está sumido en una profunda crisis cuyas raíces se hunden en un pasado ya no cercano. En cambio el consenso acerca de su naturaleza y origen ya no es tan amplio, ni tampoco lo es a la hora de señalar su etiología, y de valorar los síntomas y consecuencias principales. Pero los hechos siguen ahí y, en tanto que tales, su realidad resulta insoslayable.
En ello pensaba, estos días pasados, cuando comenzaba a preparar mi intervención en un Seminario dedicado a una obra singular: Genealogía de Occidente, claves históricas del mundo actual, de la que es autor el profesor Jaume Aurell. Y recordaba, al respecto, que, desde que comenzó a hacerse tópico el diagnóstico de que Europa atravesaba una profunda crisis de naturaleza moral[2] (por cuanto se llegaba a cuestionar incluso la mera existencia del bien y del mal) o, dicho de otro modo: una crisis de valores que comprometía su propia identidad[3], me sentí urgido a reflexionar sobre ello en relación con un asunto del que me viene interesando desde pocos años después de que se produjera la implosión de la Unión Soviética: la situación geopolítica de Occidente, sus fortalezas y debilidades ante los posibles escenarios que, ya por entonces, se intentaban prever, en el marco del un nuevo orden mundial tan tan impreciso entonces como ahora.
A partir de la información disponible en aquellos momentos –que incluía los hallazgos y opiniones de conocidos intelectuales y de expertos analistas– pronto se pudo advertir, con claridad, que, a pesar de la desaparición del fantasma del holocausto nuclear, el fin de la historia que pronosticara Fukuyama, muy a pesar del optimismo impenitente propio de la Modernidad, se encontraba aún demasiado lejos; y que, si bien el choque de civilizaciones explicado por Huntington no se había consumado todavía, no parecía menos cierto que, de hecho, desde la más remota antigüedad, se venían produciendo colisiones de tal índole, a la manera en que las sufren las grandes placas tectónicas continentales, y con resultados dispares en alcance y magnitud según los casos: enriquecedores avances por intercambios culturales más o menos pacíficos; síntesis que, alcanzadas tras numerosas conmociones y conflictos, superaron antagonismos en torno a valores céntricos, e incluso desapariciones silentes o estrepitosas de civilizaciones sucedidas tras la colisión, entre sí, de algunas de ellas.
De manera que, ya alejada (que no desaparecida) la ominosa amenaza de la mutua destrucción asegurada (DMA), no es de extrañar que se acentuase el interés de pensadores y estudiosos sobre los hechos y circunstancias que confirmaban que la crisis de moral de civilización –que continúa hoy[4]– era una triste realidad que venía a constituir la más peligrosa de las debilidades de Occidente, ante un futuro plagado de incertidumbres.
Y es que, ciertamente, la evolución de la historia no había detenido su curso, ni la seguridad y la estabilidad mundiales habrían de estar, en lo sucesivo, libres de riesgos y amenazas porque , aun reconociendo que la nueva situación estimularía la evolución de los países del Este hacia los valores democráticos de Occidente, los especialistas comenzaron a ver con nitidez, ya en 1990, que en lo sucesivo habría que trabajar por la paz en un entorno más frágil e incierto, en el que las naciones de la Alianza Atlántica no no podrían confiar en sólo declaraciones de intenciones por muy sinceras que estas pudieran parecer[5].
El júbilo con el que algunos saludaron aquel nuevo Orden Mundial que parecía abrir horizontes inéditos de paz y de estabilidad, no tardó demasiado en enfriarse porque, muy pronto, se destapó una auténtica caja de Pandora de la que comenzaron a brotar, en cascada, nuevos factores de riesgo, amenazas y graves conflictos que la imperiosa necesidad de mantener el equilibrio entre los bloques había mantenido soterrados por la desinformación o larvados y en estado de latencia.
El fin de la bipolaridad parecía traernos un mundo más seguro pero, a la vez, venía envuelto en creciente incertidumbre. Y tan complejo panorama pronto comenzó a mostrarse cada vez más penetrado por un fenómeno, el de la globalización, que, galopando a lomos de las nuevas tecnologías, iba dando a luz un mundo más complejo, abigarrado e interdependiente y, consecuentemente, más difícil de entender y controlar.[6]
Todo esto se vivía, de forma muy especial, en una Europa de entre siglos sumida en un patético estado de confusión de identidad, que parecía incapaz de superar el embargo en que se hallaba el proyecto de unidad soñado por sus pioneros[7]. Una Europa occidental cuyas potencias –como aún ocurre- carecían del liderazgo de antaño, y que, en su conjunto, veía (y ve) muy limitada su capacidad de protagonismo e influencia global a causa de su falta de unidad y -¿por qué no decirlo?- de voluntad real de ser quien es y de poder político y militar para intentarlo.
Hoy, desde la distancia, pienso en lo muy útil que hubiera sido contar, en aquel entonces, con una obra de síntesis histórica como la que el profesor Aurell nos ofrece ahora. Hubiera sido muy útil a la hora de elaborar un marco de referencia (fiable) capaz de orientar la recolección de los hechos pertinentes, relevantes y oportunos a considerar, de ayudar a establecer sus relaciones y significados y de articular, por último, unas conclusiones plausibles. Sé que –como demuestra la revisión bibliográfica que incluye la obra– existían otras de reconocida solvencia histórica; pero creo que ninguna de ellas obedecía a un propósito parecido al que anima a esta: rastrear, en el pasado, las señas de identidad de una civilización, la Occidental, que aún está en desarrollo, y que continúa atravesando una larga y dolorosa crisis que hiere su presente y que amenaza incluso su futuro.
[2] J.P. II (1993) Veritatis Esplendor, nº 93. “La crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades”.
[3] JJ.P. II (18.08.2003): “No se puede negar que, en nuestros tiempos, Europa atraviesa una crisis de valores, y es importante que recupere su verdadera identidad”.
[4] Weigel, G. (2006) Política sin Dios, Madrid, Cristiandad, p. 51.
[5] Cfr. WÖRNER, MANFRED, La Alianza Atlántica datos y estructuras. OTAN, 1990.
[6] Cfr. Galvache Valero, F. La Inteligencia Compartida en, (2004) Estudios sobre Inteligencia: Fundamentos para la seguridad internacional, IEEE, M. Defensa.
[7] Según se afirma en la web de la propia UE, sus pioneros fueron veinte, encabezados por Konrad Adenauer. Me parece muy significativo que, entre ellos, no se haga memoria alguna de quienes, en el pasado, pensaron en ella o incluso intentaron restaurar su unidad.
