Una sociedad adolescente[1]

Francisco Galvache Valero[2]

A modo de introducción

El gran Romano Guardini, en su conocidísima obra Las etapas de la vida, describe, con su perspicacia habitual, el modo y manera en que la existencia infantil tan volcada hacia el exterior, va interiorizando –todavía de forma poco consciente- sus experiencias de encuentro con el mundo de las cosas y de las personas que le rodean en y allende el seno de su familia.

No es este –probablemente- el momento de ocuparse de los factores que coadyuvan en acelerar, retardar, debilitar o intensificar la influencia de estos hechos ni los bienes o perjuicios que de ellos pueden derivarse en función de unas u otras circunstancias. Quedémonos, al menos por ahora, con la idea de que este cúmulo de encuentros van haciendo “también más porosa la envoltura psíquica” del niño que, ya en la infancia superior, va a distinguir, con el acierto que le proporcione la mayor o menor calidad de los criterios adquiridos, lo amenazante de lo amistoso; lo útil de lo gravoso o perjudicial; las buenas de las malas conductas.

Y, de esta manera, casi sin aparente transición, el niño se transformará en púber y con ello, comenzará a recorrer un período nuevo en el que –con palabras de Guardini- atravesará “la crisis decisiva, que se plantea por y desde dentro”, y que viene causada por  “la irrupción de dos impulsos básicos: la autoafirmación individual y el impulso sexual”[3].

Inmerso en una crisis agónica

Ambos impulsos alimentan la tensión en la que se debate el adolescente en pos de cobrar el objetivo madurativo de esta etapa: la fidelidad en tanto que síntesis de la antítesis Identidad versus Confusión de Identidad[4]. El adolescente, pues, sometido a tales tensiones, se encuentra inmerso en una crisis agónica, de lucha, en la que ha de forjar su carácter, conquistar su autonomía personal para ejercerla de la manera apropiada a su re-conocida realidad única e irrepetible: a su personalidad.

Tal tránsito, como es lógico, le plantea una amplia problemática para cuya superación necesitará ayudas desde una perspectiva sistémica, no sólo en auxilio orientador de los grandes esfuerzos de superación y de adaptación que habrá de desarrollar el adolescente, si no, también, a favor de la esforzada comprensión, serenidad, firmeza, flexibilidad y apoyo que el entorno familiar deberá aportar y, de forma muy especial, los padres.

Libertad reducida a independencia

No es difícil entender que una de las manifestaciones propias de la inestabilidad emocional de quien aún se siente inseguro y, al tiempo, ansioso de independencia, consista en mostrarse irritable y rebelde. Justamente es la rebeldía negativa uno de los síntomas inquietantes de la adolescencia de todos los tiempos. Tal rebeldía se manifiesta de forma problemática en el tácito o incluso explícito rechazo de deberes personales en relación con la familia, la escuela, las normas, usos y costumbres sociales, etc. Pero, fundamentalmente, lo que el adolescente reivindica es libertad aunque, paradójicamente, pueda rechazar la responsabilidad que el ejercicio de aquella implica, porque la libertad la percibe reducida a mera independencia.

En este punto, creo que es conveniente decir que esta tendencia sólo se manifiesta y materializa, en términos graves, en un sector minoritario de los adolescentes que, a la vez que sufren los desajustes de la crisis de crecimiento que atraviesan, padecen también otra suerte de carencias familiares, educativas, afectivas, socioeconómicas, u otras influencias contra-educativas de diversas índoles.

También la disminución de la capacidad de desarrollar esfuerzos sostenidos  es un rasgo que numerosos autores han puesto de relieve como constante propia de esta edad, explicándola como consecuencia de los importantes cambios biológicos que implica la pubertad, y los de índole psicosocial que exigen, al adolescente, tareas de ajuste y adaptación a una realidad que, en numerosas ocasiones, le resulta difícilmente inteligible, y para las cuales aún no se halla pertrechado con los recursos personales necesarios para ello.

El alejamiento afectivo de los hijos adolescentes

Esta problemática situación puede aflorar –y frecuentemente lo hace- a través de actitudes apáticas que, además de lo ya dicho, explican muy bien hasta qué punto el adolescente necesita, inexcusablemente, descubrir su identidad, qué cuestiones le conciernen por ser quien es y, en todo caso, encontrarle sentido a su propia vida; es decir: el motivo capaz de impulsarle a salir de su desconcertada indolencia, con el entusiasmo y el ardor de quien ha alcanzado ya la certeza de estar llamado a la gran e ilusionante empresa de ser –de llegar a ser- de forma plena, persona humana; y, como tal, autor-protagonista de su propio proyecto y peripecia vital subsiguiente.

No podía faltar, por último, en esta breve selección, un hecho doloroso que ha preocupado siempre a los padres de cualquier tiempo y lugar: el aparente y progresivo alejamiento afectivo de los hijos adolescentes respecto de los padres, y de acercamiento e inclusión más o menos absorbente en el microsistema constituido por sus compañeros y amigos en ciernes, que con mucha frecuencia es interpretado, exageradamente por los padres, como sorprendente e inexplicable muestra de rechazo y desafecto.

Esta interpretación, aunque no carece de fundamento, se asienta en un estereotipo acuñado a lo largo de tantos y tantos desencuentros con la realidad que consumamos los humanos, victimas frecuentes de nuestra inveterada torpeza en materia de comunicación interpersonal; y, paradójicamente, en el seno de la comunidad especialmente adecuada al nacimiento y desarrollo de la intimidad y de la apertura de y entre sus miembros.

El antídoto para prevenir

A esta errada percepción se une la –también muy generalizada- de que los jóvenes de hoy permanecen viviendo en el hogar familiar sólo porque se sienten muy cómodos en él. Sin embargo, esta aventurada opinión (muy a menudo injusta), de una parte, implica, al menos, que los jóvenes se sienten satisfechos con el mayor o menor grado de bondad del insoslayable clima de convivencia que reina en sus respectivos hogares; lo cual, como es natural, no refuerza precisamente la credibilidad de ambos estereotipos.

El antídoto adecuado para prevenir y evitar que cristalicen en los hogares ideas preconcebidas con tan escasa carga de verdad pasa, seguramente, porque los padres, que deben ir por delante de los hijos en términos de madurez y responsabilidad, asuman que, de ellos cabe esperar, en primer lugar, que sean capaces de recuperar la memoria de su no tan lejana adolescencia; y en segundo, que consigan entender que la secuencia lógica a seguir para lograr el buen entendimiento entre ellos y sus hijos, así como sus naturales consecuencias, consiste en encontrarse, tratarse, conocerse, aceptarse y quererse, volcando, en todo ello, la inteligencia, la voluntad y el corazón. Esto es lo natural, aquello para lo que podemos decir que estamos hechos. Las situaciones reales de aversión y rechazo entre los hijos adolescentes y sus padres afectan, en términos relativos a muy escaso número de hogares que, cuando eso ocurre, suelen hallarse envueltos en precarias circunstancias especialmente conflictivas.

Todo esto viene siendo muy investigado. En términos absolutos, en países de decenas y aún de centenas de millones de personas, los casos de desafección y de conflictos graves en el ámbito familiar pueden llegar a ser muy abultados y alcanzar potentes y dramáticas resonancias en la opinión pública. No se trata de restar importancia a hechos que pueden llegar a alcanzar dimensiones ciertamente trágicas, sino de intentar situar esta cuestión lo más cercana posible a sus justos términos.

Lo que dicen las cifras

Pero para desenmascarar tales estereotipos, para encerrar tales equívocos en el desván de los engaños extra sociológicos, nos debería bastar la realidad que, en muchas ocasiones, constatamos en nuestra propia biografía, en nuestro entorno más o menos cercano e incluso en las encuestas -elaboradas antes y después de la crisis que tantas cosas está en trance de cambiar- que, en mi opinión, pueden proporcionarnos datos muy a tener en cuenta, y que nos pueden hacer ver hasta qué punto resulta razonable vivir y sostener nuestra esperanza, arropados, unos y otros, por la realidad del amor familiar.

Y es que –vayamos a los datos: el 51,6% de los jóvenes españoles comprendidos entre 15 y 29 años, ante la pregunta directa del encuestador, se declara muy satisfecho con su familia”; mientras el resto, hasta alcanzar ¡el 96,9%! afirma estar también satisfecho. Y, todo ello, a pesar de que el 57,8% de los encuestados (porcentaje que será presumiblemente mayor si descontamos, al menos, los menores de 18 años) preferiría vivir fuera del hogar familiar, y justifican la imposibilidad de llevar a cabo su deseo por los dos irresueltos problemas que más dicen preocuparles: la extrema dificultad de acceso al empleo (61,4) y, consecuentemente, a la vivienda (72.8)[5]. Como se ve, ninguno de los dos estereotipos criticados  se beneficia en algo de los resultados del estudio.

Pero aún hay otros trabajos de investigación que, ceñidos esta vez al sector de la adolescencia comprendida entre los 14 y 18 años[6], muestran hasta qué punto, en esta banda de edad en la que tan solicitados están por referentes y modelos del ámbito público, también los mantienen con firmeza en el seno de la familia, y que, de modo muy significativo, los explican en términos no ya de cariño si no de admiración: de la admiración teñida de agradecimiento que dicen sentir hacia miembros concretos de su familia: padres, hermanos, abuelos, etc. Y ni que decir tiene que a la cabeza de ellos se encuentran, de forma destacada, la madre y el padre –por este orden- con un 58,3% de media entre los dos, y a 37 puntos de diferencia, hermanos mayores de los encuestados.

La poderosa atracción de la cultura fashion

¿Cuáles son las cuestiones que preocupan a muchos de los padres de adolescentes contemporáneos además de las de siempre? Gerardo Castillo afirma que “el problema básico de muchos adolescentes de hoy es el conformismo[7]: la carencia de rebeldía positiva en los jóvenes, la escasa o nula capacidad de ir contracorriente que muestran muchos de ellos. Naturalmente, el profesor Castillo se refiere a la pérdida de la capacidad de rebelarse contra todo cuanto se opone a la propia mejora personal, al yo mejor que les convoca, desde lo hondo de su intimidad recién hallada, a reaccionar contra todo aquello que obstaculiza la afirmación de su identidad y el logro de la fidelidad a sí mismo que quizá ya admira en otros: en su padre, en el hermano mayor, en el amigo…

Se refiere, pues –como Oliveros- a la escasez o pérdida de esa rebeldía auténtica que se manifiesta “en función de los más altos valores del espíritu, propia de quienes los descubren, los aceptan los prefieren, se comprometen con ellos y (que no obstante) viven en una civilización contraria a esos valores”[8]. Es decir, hoy por hoy, en una civilización como la nuestra.

Y es que los adolescentes de hoy –nuestros adolescentes- sufren hoy, quizá más que nunca, la no fácilmente resistible atracción de lo nuevo que, con demasiada frecuencia, no lo es, pero que así se les aparece bajo las cambiantes y deslumbrantes apariencias de moda, de las modas que prometen ser fuente de originalidad, de diferencia, de personalidad para aquellos que se les someten incondicionalmente.

La atracción que esta suerte de cultura fashion ejercees extraordinaria: multidimensional, multidireccional y poliédrica como lo son, hoy, todas las amenazas que caracterizamos de globales. Una amenaza que se resuelve en la formulación ideológica y práctica del consumismo orientado que se sustenta, a su vez, en un reduccionismo de fondo que, engañosamente, esconde su alma relativista tras la máscara de la sentencia que proclama: tu cuerpo siempre tiene razón, no le defraudes, pero que, en realidad, sentencia  la relatividad de todo y potencia el innegable tirón del propio arbitrio en función, únicamente, de las leyes meramente biológicas del gusto y el deseo.

Espontaneismo e irreflexión: la hegemonía de lo joven

 De los procesos desmitificadores que el pensamiento postmoderno ha venido desarrollando en respuesta a los excesos del racionalismo ilustrado, se ha seguido, paradójicamente, la mitificación de la espontaneidad que, unida a la irreflexión, sería expresión exacta de un curioso concepto de lo auténtico y de lo sincero que pretende ser capaz de debelar toda hipocresía.

En consecuencia, las conductas inspiradas en tales mitos constituyen otro de los importantes y nuevos problemas que plantea hoy la educación del adolescente;  problemas  cuya solución pasa, necesariamente, por dar con la respuesta o respuestas adecuadas para desmontar esta ilusa pretensión trufada, a veces, de romanticismo trasnochado que, sin embargo, sojuzga la imaginación e incluso las conciencias de no pocos jóvenes y no tan jóvenes conciudadanos nuestros.

De otro lado, este verdadero culto a la espontaneidad, entretejida de un cierto individualismo ácrata que rechaza los principios y normas que antaño constituían la urdimbre normativa y relacional de las sociedades occidentales, ha venido dando paso –desde los acontecimientos del campus de Berkeley (1964) y, sobre todo, desde las barricadas del Mayo francés (1968)– a una peculiar iconoclastia que abjura de las creencias religiosas y de los valores, usos y costumbres socialmente admitidos que las vertebraban, reforzaban su sentido y que informaban, al tiempo, la buena crianza; esto es: los buenos modalesque, desde el respeto al otro y a uno mismo, se habían ido trenzando a todo lo largo de una venerable tradición, desde la Grecia de Aristóteles a la Roma de Cicerón, Plutarco y Quintiliano, hasta los tiempos, no tan lejanos, en los que aún las gentes tenían bien en cuenta la necesidad de pautas de conducta, “los modos y maneras de producirse propios de lo que en Europa se conocería –ya desde Erasmo- bajo el concepto expresado por el término civilidad.”[9]

Aspirantes a Peter Pan

Hoy, desgraciadamente, las conductas inciviles de jóvenes adolescentes desorientados menudean en exceso mientras, desde instancias ideológicas aún más desorientadas y desorientadoras, se proponen modelos de educación para la ciudadanía que, en muy buena parte, nada tienen que ver con la urbanidad, ni mucho menos con el respeto a las personas y a la verdad del hombre. Es más: creo que se puede decir, me temo, que es la propia sociedad quien ha alcanzado un peculiar nivel de conciencia en el que cabe identificar la presencia de un cierto síndrome de Estocolmo –asentado en un vago complejo de culpa- desde el que se adula y mima a los jóvenes, tan sólo por serlo, presentado sus estilos de vida inmaduros –cuando no perturbados- como modelos para el conjunto de la sociedad, no importa cuál sea el ciudadano concreto: que aún sea lampiño o que peine canas; de porte esbelto o de generosa humanidad quizá ya arada por los años. No importa, ¡Hay que ser joven! ¡Bondad, belleza y juventud son una misma cosa! ¡Vive, viste, diviértete como un joven y serás joven!

Como si nada ocurriera, la adolescencia se ha ido prolongando, en las sociedades nuestras, hasta más allá de los cuarenta. Los aspirantes a Peter Pan crecen en edad y número sin que la llegada de la adultez biológica pueda impedirlo. Frente a las gerontocracias antañonas, se ha abierto paso un poder social de nuevo cuño: la juvenocracia[10]. Un poder que,instalado en las mentes de quienes incluso superando con creces la cuarentena, desarrollan actitudes y conductas sociales propias de una adolescencia de facto, anacrónica, apócrifa…

Ciertamente, la terrible crisis económica que azota muy principalmente a Europa, juega un papel relevante al reforzar las trabas que retardan o impiden el acceso a la población activa a tantos y tantos jóvenes europeos y, en especial, a los españoles. Pero hay que recordar que el fenómeno de elongación de la adolescencia viene de mucho más atrás (como poco, desde hace más de cuatro décadas), y que la influencia que puede tener en él el aumento de la vida media es también significativa. Pero ambos factores no merecen ser incluidos en el grupo de los que cabría considerar críticos. Todo parece indicar más bien que este fenómeno singularmente occidental, como la crisis ya citada antes, es de naturaleza axiológica. Fijémonos si no en algunos de los valores que, a tenor de cuanto viene ocurriendo, aparecen seriamente erosionados cuando no en franca quiebra.

 En tal sentido, quizá sea en relación con la disociación del trabajo y el esfuerzo respecto de su correlato el descanso o tiempo libre (contemplada, tal disociación, desde la antítesis esclavitud-libertad) donde las conductas de un importante número de los adolescentes y jóvenes de hoy hayan tomado el cariz más característico, dramático y, en ocasiones, trágico. Se trata de conductas consistentes en verdaderas huidas de cualquier situación problemática que exija compromiso firme y esfuerzo relevante, en tanto que son entendidas como propias de las sociedades inspiradas en valores caducos e incompatibles con el concepto de libertad propio de las sociedades maduras.

Sensación de vivir

Parece obvio decir que las actitudes y conductas que ello implica, describen toda una peculiar forma de vida que se explica bien con el término pasotismo: esa actitud elusiva que inclina a la huida que los jóvenes inmaduros intentarán,una y otra vez, a través de múltiples formas de evasión, hacia engañosos paraísos artificiales en los que reina la ensoñación, o, lo que, en mi opinión, resulta aún peor: hacia aquellos otros (que la sociedad de los adultos les ofrece, no se olvide) en los que la agitación constante, el ruido, las luces centelleantes, el alcohol más otras drogas aún más agresivas y dañosas, y el sexo desvinculado e incluso anónimo, propician el embotamiento de la racionalidad, el embargo de la voluntad y la disolución de la responsabilidad en la masa gregaria. Y, con todo ello, el advenimiento del caleidoscópico reino de las sensaciones, la pretendida fuente del sentirse vivo: de la auténtica, plena y arrebatadora sensación de vivir, de forma imparable, llega sin demora.

Creo sinceramente que todas estas circunstancias muestran, bien a las claras, hasta qué punto los valores dadores de humanidad parecen haber ido perdiendo vigencia e incluso desapareciendo del horizonte vital de amplios sectores de nuestras sociedades de mayores y jóvenes, para dar paso al mentiroso estereotipo que anuncia el placer como única vía hacia un pobre remedo de la felicidad posible, y que señala el dolor como la exclusiva y fatal amenaza de la que se debe huir a toda costa, a cualquier precio.

El problema de la desorientación

¿Cuáles serían las causas de situación tan poco halagüeña? Creo que algunas de ellas han ido apareciendo al hilo de las reflexiones precedentes. No obstante, pienso que aún se puede y se debe profundizar y concretar más en todo esto, puesto que, sólo desde su conocimiento, cabrá explorar y encontrar respuestas eficaces que ayuden a padres e hijos, a orientadores y desorientados, a prevenir, afrontar y resolver, en positivo, problemas de tanta trascendencia para la maduración de los hijos, para la paz familiar y para la mejora de una sociedad que, a día de hoy, al margen de declaraciones más o menos efectistas de los poderes socio políticos y económicos, ha olvidado, en la práctica, que es ella quien ha de estar al servicio del auténtico bien del hombre y no al contrario.

Si se pregunta a la gente, se comprueba que, realmente, no ha olvidado que sólo mejores ciudadanos construirán sociedades capaces de servir mejor a sus miembros. El problema más bien radica en su desorientación. Ha perdido el sentido real del crecimiento humano porque el auténtico paradigma del hombre, mujer y varón, se encuentra dramáticamente oscurecido ante su mirada; y tal ofuscación no puede por menos que provocar, en ella, una profunda desarmonía que afecta no sólo a la percepción correcta de objetivos y de acciones verdaderamente educativos, si no, también, al conjunto de las políticas y prácticas que, directa o indirectamente, condicionan los sistemas ambientales de influencia a los que se hallan sometidos los procesos de desarrollo humano[11].

Ciertamente, vivimos en una sociedad cada vez más compleja. Los modelos de identificación que en ella tienen vigencia son ya muchos. Están ahí, no sólo en la familia, en la calle, en esta o aquella ciudad; ¡nos llegan,  desde todas partes, a través de las nuevas y revolucionarias tecnologías de la información y de las comunicaciones! ¡No hay posibilidad de poner puertas al campo! Sólo la educación –fundamentalmente la educación familiar- basada en criterios rectos y verdaderos, y, sustentada, en la ejemplaridad, en la coherencia mostrada porpadres e hijos que construyen juntos el hogar común, constituye la clave del crecimiento humano y del proceso de regeneración social tan necesario en nuestros días.

Determinada determinación

Esa es la llave capaz de abrir el camino hacia una reversión social que, distinguiendo lo permanente de lo cambiante, vaya restaurando la vigencia de los valores verdaderamente humanos -y, por tanto, humanizadores- para dar respuesta, así, a las necesidades capitales de los hombres del futuro, desde nuestro aquí y desde nuestro ahora.

Tal recuperación es posible. No debería caber, en esto, pesimismo alguno. Peores trances superó la humanidad en su milenaria historia. La cuestión estriba en que, quienes creemos en ellos, tomemos la determinada determinación de reafirmarlos, de mostrarlos a las nuevas generaciones jóvenes, con nuestro ejemplo de vida y reflejados en modelos vigentes de excelencia humana que los hay y muchos. Y, llegado el caso, defenderlos[12], junto a ellos, competentemente. Junto a tantos y tantos jóvenes maduros que lo son porque han alcanzado el grado de madurez esperable en su edad; es decir: que han logrado descubrir y afirmar su identidad, son ya capaces de fidelidad a sí mismos y a los demás, y que han descubierto, además, el para qué de su ansiada libertad: el amor que, desde sus intimidades, rompe el aislamiento, y que, por sí solo, es capaz de dar sentido pleno a sus existencias[13].

Desde luego será precisa mucha fe, mucha esperanza, mucha tenacidad y, por supuesto, mucha competencia, desde la confianza en que alcanzar la plenitud siempre es posible, porque el hombre (mujer o varón) es capaz de ella. Sobre esta ha de asentarse el don saciativo de su última y universal aspiración: la felicidad.  No otro es su destino. Nunca fue fácil alcanzarlo. En este tiempo nuestro no lo es y, cabe pensar, que en el futuro tampoco ha de serlo. En cualquier tiempo lugar y edad, todos somos, en una u otra medida, adolescentes.

Apoyo generoso y eficaz

Nuestro tiempo posee características que le son propias: es heredero de  la historia, de nuestra historia; y, en él, la globalización fruto del progreso de las ciencias tecnológicas, le ha proporcionado, últimamente, una complejidad nunca alcanzada anteriormente. ¿Es por ello peor que los pasados? Quizá no tenga por qué ser así. Parece cierto que los riesgos han aumentado considerablemente y que nuevas amenazas nos acechan en esta sociedad nuestra que Beck llama la sociedad del riesgo[14]. Pero el vivir de los hombres y de las mujeres siempre fue un deporte peligroso. Por otra parte, mucho de bueno ha traído consigo la interdependencia, la mondialisatión –a decir de los franceses. Pero, en cualquier caso, y por lo que respecta al asunto que nos ocupa, el realismo obliga a admitir que, como nos advierten los expertos, “cuanto más compleja es una sociedad, más conflictiva y larga es la adolescencia”[15]; y que, en consecuencia, los jóvenes y sus familias –qué son los ámbitos naturales de su humanización- necesitan más que nunca quizá, de parte de la sociedad, de los poderes e instituciones públicos y privados: reconocimiento, atención, apoyo generoso y eficaz, menos adulación y, desde luego, más protección frente a los desaprensivos que atentan, por acción u omisión, contra su salud de alma y de cuerpo, desde poderes fácticos teñidos o ahítos de ideología y animados por inmoderadas ansias de poder y lucro.

Francisco Galvache Valero. Madrid, Junio 20 de 2020

[1] Publicado en Familia y Cultura con el título Una adolescencia con rostro nuevo I-II.

[2] Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Orientador Familiar por el ICE de la U. de Navarra.


[3] Guardini, R. Las etapas de la vida, Palabra, Madrid, p. 44.

[4] Cfr. Erikson, E. El Ciclo Vital completado, Paidós, Barcelona, 2000.

[5] Datos extraídos del CIS: Estudio 2576 sobre la juventud española, 2004.

[6] Adolescentes hoy, Liga Española de Educación, 2011.

[7] Castillo, G., Tus hijos adolescentes, Palabra, Madrid, 1994, p. 77

[8] Fernández, Otero, O., Coherencia y rebeldía, Eiunsa, Madrid, 2003, p.115.

[9] Galvache Valero, F. La educación familiar en los humanistas españoles, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 209.

[10] Término acuñado por Castell. P., Silver, T.J., Cfr. Guía práctica de la salud y psicología del adolescente, Planeta, Barcelona, 1998, p. 27-29.

[11] Cfr. Bronfenbrenner, U., La ecología del desarrollo humano, Paidós, Barcelona, 1987.

[12] Thérèse Delpech ve el origen de este problema y, en general, la falta de cohesión interna de nuestras sociedades occidentales, en el hecho de que “no creemos lo suficiente en nuestros valores para enseñarlos, y menos aún para defenderlos”. Delpech, T. El retorno de la barbarie, El Ateneo, Buenos Aíres, 2006, 145-146.

[13] Cfr. Erickson, E., El ciclo vital completado, Piidos, 2000, 64-65.

[14] Beck, U. La sociedad del Riesgo, Paidós, Madrid, 2010.

[15] Castell. P., Silver, T.J., Cfr. o. cit.p. 27-29.