Ahora, cuando tantas voluntades parecen abrirse a la necesidad de un gran pacto educativo, creo que no está de más dedicar un buen rato a reflexionar sobre la autoridad, haciéndolo, naturalmente, desde el punto de vista de la educación entendida como proceso intencional de mejora hacia la excelencia humana, y procurando buscar, en su significado, las relaciones que mantiene con el bien, la verdad y la belleza; a través de los valores que le sirven de fundamento y guía: la libertad, la justicia y la paz; con las inteligencias[1] -en especial con la inteligencia moral[2]– y con esa capacidad de orientación y estímulo a la que hoy llamamos liderazgo.
Y todo ello, desde la profunda convicción de que los seres humanos estamos llamados a ejercer esa autoridad-prestigio con la que las gentes revisten a quienes muestran, con su ejemplo, el bien ser y el bien hacer que les caracterizan. Primordialmente en el seno de sus familias y amistades; y, luego, en su profesión e incluso en la sociedad extensa.
Pero, paradójicamente, al aproximarse al estado de la cuestión, se deja ver, con claridad, que el principio de autoridad y la autoridad misma vienen sufriendo un proceso creciente de descrédito que discurre a velocidad progresivamente acelerada, desde que, a partir de Descartes, la razón reivindicara su fuero y el argumento de autoridad quedara consecuentemente en entredicho. Varios otros hitos posteriores señalan la irrupción de instancias ideológicas -quizá no mayoritarias nunca pero sí siempre influyentes- que inspiraron conductas, provocaron acontecimientos y crearon ambientes que, con el paso del tiempo, han ido esculpiendo, muchas veces a sangre y fuego, el estereotipo de una autoridad violenta, opresora, legitimadora de la práctica represiva del poder arbitrario y, en consecuencia, amenaza constante a los derechos y libertades del hombre.
Una mirada atrás
Sin remontarnos en exceso hacia el pasado, nos encontraremos con el libertinismo elitista del siglo XVII que tan buena acogida tendría, un siglo después, en los proyectos de hombre nuevo y nueva sociedad soñados por Rousseau[3]. Proyectos que, después de la Revolución francesa, serían los objetivos últimos del corpus ideológico del movimiento anarquista, y a cuyo sustrato romántico pertenecía –y pertenece- el individualismo naturalista que concibe la libertad como independencia de cualquier autoridad y/o magisterio, y que explica acabadamente su famoso grito: ¡Ni Dios ni maestro! De su rebeldía estéril, de su nihilismo, devino la herencia violenta del terrorismo individual, vertebrador de la acción revolucionaria conocida cómo propaganda por los hechos, que ensangrentó las dos últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras del XX.
Al cientificismo marxista se vincula el colectivismo totalitario de la Revolución de Octubre, con la que dio comienzo la negra historia liberticida y genocida del comunismo soviético. Y, por último, en el idealismo sentimental de un romanticismo tardío, mítico e incluso esotérico, arraigó la semilla de un nacionalismo preñado del superhombre Nietzscheano, cuyo delirio expansionista, racista y antisemita acabaría provocando la más letal de las guerras sufridas por la humanidad, y el Holocausto de más de seis millones de seres humanos por la sola sinrazón de su raza y religión.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el panorama era verdaderamente desolador: muerte, destrucción, dolor, hambre, enfermedad… Con la derrota del Eje, la guerra abierta cesó. Pero las gentes de media Europa y, con ellas, las de más de medio mundo, continuaron bajo el aplastante peso de un trampantojo de autoridad fingida, mientras que la intensa propaganda vertida por los totalitarios apenas lograba velar el verdadero rostro del poder omnímodo y despótico de aquellos Estados.
Secuelas del poder arbitrario
Estas tres justificaciones ideológicas, profundamente materialistas, concibieron la autoridad en términos de poder. El anarquismo la identificó con la amenaza represora de la libertad, y luchó contra cualquiera de sus manifestaciones. Muy al contrario, el comunismo y el nacionalsocialismo la secuestraron y redujeron a mero poder instrumental, a simple herramienta de dominación en beneficio del Estado tiránico, del Gran Leviatán que describiera Hobbes, del Gran Hermano que horrorizara a Orwell.
Occidente no quedo a salvo de tan perniciosas influencias. Con el paso del tiempo, fueron dando lugar a efectos contradictorios que ahora nos ayudan a entender no pocas cosas de lo que hoy ocurre. Algunos de ellos afloraron en las revueltas de Berkeley y, sobre todo, con la generación de jóvenes del Mayo francés de 1968. Aquellos eran jóvenes ganados por las prédicas de una autodenominada nueva izquierda que “obedece a un juego de influencias: leyendas revolucionarias, algo de maoísmo, acentos de Freud, un poco de Marx, ciertas dosis de surrealismo poético y, como condimento, el libertinismo”[4] que, sin la decadente estética que exhibía el del siglo XVIII, acentuó y aún exageró el relativismo y el permisivismo éticos más allá de los límites marcados por uno de sus padres, Marcuse, quien, desbordado por la ola del revisionismo postmoderno, alertaba a sus comilitones, allá por los años setenta, de los riesgos que entrañaban los excesos de la llamada liberación sexual que, según él, actuaba como diversivo y en detrimento del pensamiento revolucionario. Pero, por entonces, ya eran pocos los que le hacían caso…
Las secuelas de coctel de tan alta toxicidad se advierten hoy en nuestras sociedades, y en los sistemas políticos occidentales que, aunque bastante permisivos ya, todavía se sostienen, no sin dificultad, gracias a la subsistencia de un mínimo de valores capaces de apuntalar el orden político y social del Estado de derecho. Pero, el arsenal persuasivo compuesto por eslogan-argumentos que todavía se utiliza en su contra, se aviene con el ideario de las organizaciones del llamado movimiento alternativo y de los nuevos populismos que, con sorprendente facilidad, penetran y se entrañan en sectores nada desdeñables de la sociedad ante la condescendiente mirada de muchos.
Se trata de argumentos sencillos cuyo poder persuasivo gira en torno a tres ideas fuerza principales: “toda autoridad es represiva”; “toda norma es alienante y todo poder es injusto y, por tanto, tiránico por esencia”[5]. Es evidente que la interiorización acrítica de tales falacias ha contribuido al desarrollo de ambientes preñados de escéptico relativismo, en los que la auto-exigencia carece de sentido, y menos aún la obediencia a quien pretenda exigir esfuerzo, resultados, negación o sacrificio para satisfacer necesidades propias o de otros. Y qué decir si, tal autoridad, se declarara sustanciada en algo que, como la dimensión sobrenatural, se supone intangible, lejano, ilusorio y, en cualquier caso, incognoscible.
No nos debería sorprender, pues, la crisis de autoridad que padecen hoy nuestras sociedades. Y, ante este hecho, nadie debería albergar dudas acerca de la necesidad urgente de recuperar el significado, el prestigio, la presencia y el ejercicio de este valor/capacidad imprescindible para el desarrollo y la vida en sociedad de los humanos, y de ponerlo, cuanto antes, al servicio de la educación para la libertad, para la justicia y para la paz. Y creo que lo es, de manera primordial, para la labor de los maestros-colaboradores de quienes, en la familia, tienen el deber y el correlativo derecho a ejercerla, investidos con el mejor de los títulos posibles para ello: el de madres, el de padres.
En busca de la autoridad perdida
Según la RAE, la palabra española autoridad acusa una notable polisemia en cuanto que acoge una constelación de significados tales como “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho”, “potestad, facultad, legitimidad”, “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad y competencia en alguna materia”, “persona que la posee o ejerce”… y Algo menor es el número de significados que ofrece el prestigioso diccionario de María Moliner. Pero, en mi opinión, estos últimos permiten aproximaciones quizá más precisas, que parecen distinguir o, al menos, rehuir la sinonimia que a menudo se establecer entre autoridad, poder y potestad, mientras se enfatiza en la acepción que distingue a la primera como atributo o cualidad que tienen algunas personas, particulares o no, “por razón de su situación entre otras que aceptan su superioridad moral, su ascendiente, influencia, predicamento, prestigio”; o de su saber o de alguna otra cualidad, o “por el consentimiento de los que voluntariamente se someten a ellas” como sería el caso –señala el diccionario- de “la autoridad del padre, del jefe, del sacerdote, del médico…”
Y es que el derecho romano distinguía, nítidamente, autoridad y potestad; distinción que el eminente jurista Álvaro d´Ors consideraba “el primer principio de toda teoría jurídica social”, y que explicaba diciendo que “la autoridad es el saber socialmente reconocido y la potestad es, precisamente, el poder socialmente reconocido”.[6] La autoridad, pues, desde el saber (sabiduría) reconocido, muestra lo qué se debe o no hacer y cómo hacerlo o evitarlo en aras del bien común. Su juicio de valor es indicativo, y su capacidad de suscitar adhesión y acatamiento reside en su racionalidad y en su armoniosa congruencia con el orden justo garante de la paz social.
Estos últimos significados están más en línea con el vocablo latino en el que tendría origen: auctoritas que, a su vez, deriva de auctor cuya raíz, en fin, es augere: aumentar, hacer crecer, estimular, promover. Con tal significado se utilizó en Roma como atributo de la persona investida del prestigio moral que confiere la competencia en el saber y en el hacer cuando es reconocida por los demás; y que, por su ejemplaridad y capacidad de convicción, suscita, en ellos, admiración, adhesión, deseo de emulación y, llegado el caso, obediencia. Obediencia sí, pero obediencia inteligente, libre, plenamente humana: no impuesta por fuerza ajena al obediente, no causada por la coerción del poder, ni siquiera por aquel conferido legítimamente por las leyes, reconocido socialmente: aquel que Roma confería a los magistrados y cargos públicos con el nombre de Potestas.
Pero las personas e instituciones investidas de autoridad y encargadas de la promoción y mantenimiento de la paz en el seno de las comunidades humanas, desde las familias a las sociedades extensas de pueblos y naciones, han de contar con la libre voluntad de quienes las componen, y con el hecho de que, muchos de ellos, no estarán del todo por la labor o remarán en contra. Es justo aquí donde la auctoritas requiere el auxilio de la potestas, del poder social y legalmente reconocido (legítimo) y, por tanto, capaz de exigir e imponer –llegado el caso- obediencia a las normas y sanción (positiva o negativa) a las conductas.
A todos, mujeres y varones, nos es moralmente exigible esforzarnos en el propio desarrollo personal hacia la plenitud, hacia el logro de sucesivas metas de excelencia humana, es decir:estados del ser bueno y bello que se irán mostrando, ante nuestros semejantes, envueltos en el resplandor propio de la belleza del actuar recto que se asienta en la grandeza de ánimo: la magnanimidad que, más allá del propio interés, sirve a los otros[7]. Es este el proceso de nuestra autoridad en desarrollo; autoridad que, a medida que vaya siendo reconocida por quienes nos rodean, se irá transformando en autoridad-prestigio. No, nada de esto es extraordinario y reservado para seres de excepción porque toda mujer y todo hombre, por el mero hecho de serlo, están llamados a ser y a ejercer autoridad.
En efecto: de la dimensión social del ser humano derivan deberes para con los demás y para con el conjunto de la sociedad. En todo caso son deberes de solidaridad ante el dolor, el riesgo y el infortunio: de cooperación en beneficio de la seguridad, el bienestar, la justicia y la paz de todos. Muchas personas verán añadirse, a esto deberes generales, deberes de tutela y gobierno cuyo cumplimiento no sólo justifica la conveniencia de poseer autoridad-prestigio si no, también, la necesidad de contar con el poder legítimo y reconocido (potestad) que permite dictar normas y garantizar su cumplimiento al servicio de los demás. Vemos, pues, aquí reunidos los dos componentes absolutamente necesarios para el ejercicio directivo y de gobierno de cualquier agrupación u organización humana; desde el Estado y sus instituciones a la sociedad primordial humana que, desde el origen, acoge, amorosamente, el alumbramiento, desarrollo y muerte de la persona: la institución familiar.
La autoridad humana en desarrollo
De la unión interactiva entre el prestigio y el poder surge una nueva noción de autoridad: laautoridad-servicio que cobra su más alto significado en quienes son reconocidos por la Ley Natural, por la sociedad y por los poderes públicos respetuosos de los derechos humanos, primeros responsables de la institución familiar, en tanto que ella es ámbito natural de la educación para la libre, amorosa, confiada e incondicional acogida del hombre, y del desarrollo y ejercicio de las virtudes morales y sociales que le son propios. Y así, en el campo de la educación, la autoridad servicio se transforma en autoridad educativa. Sin ella, en la escuela no habría maestros; y sin su ejercicio compartido, en la familia no habría auténtica maternidad ni paternidad verdaderas.
Una imagen falsa
Pero ya hemos comprobado que, hoy, para muchos, el rostro de la autoridad tiene fruncido el ceño y amenazantes ojos de mirada preñada de seco ascetismo y osca exigencia, que parecen anunciar la inminencia del castigo. Incluso, en ocasiones, se asoma entre las hojas de algún libro (presuntamente educativo) o a las pantallas del cine y de la televisión, con el torvo y amenazante gesto de la coacción psicológica, del poder arbitrario e incluso de la violencia injusta.
¡Es esta una muy dura y falsa imagen de la autoridad! Ya que, en realidad, es fuerza que emana de la encarnación del bien y de la verdad en la intimidad del ser humano, y que le orienta e impulsa a procurar su realización personal y la de otros, en una sociedad mejor dispuesta a servir al hombre: más acogedora, más justa, más pacífica. En definitiva, más libre. Pero disfrazado en ocasiones de prudencia, el temor a la descalificación que el mero uso del término pudiera acarrear de parte de los árbitros de lo políticamente correcto, ha llevado a muchos a eludir su nombre, a diluir su significado bajo el eufemismo, o a suplantarlo por un restringido concepto de motivación entendida como mero desarrollo y práctica de habilidades capaces de suscitar deseo.
Los hechos están ahí. Allá por los años cuarenta, ya Kojeve llamaba la atención acerca de lo escasamente que, a lo largo del tiempo, la filosofía habría estudiado la noción y problemática de la autoridad[8]. Esto bien puede ser cierto; pero lo que resulta fácilmente constatable es la escasa presencia –cuando no la ausencia- del término <<autoridad>> en la bibliografía actual, a pesar de ser, su ejercicio, absolutamente indispensable en la educación entendida como autotarea-ayudada[9]. Son, sin embargo, legión (lo cual es esperanzador) los ensayos y manuales de auto-ayuda que se ocupan de cuestiones tan importantes como la motivación educativa o el perfil y ejercicio del liderazgo. Una y otro se relacionan muy estrechamente con los valores y con la autoridad. Pero conviene saber que ambas son distintas cosas.
El líder y el liderazgo
Según el diccionario de la RAE, líder es “director, jefe o conductor de un partido político, de un grupo social o de otra colectividad”. Y si consultamos el diccionario de María Moliner, veremos que, según él, líder es “la persona que es seguida por otras que se someten libremente a su voluntad”. Ambos indican que la raíz del vocablo es leit (ir hacia delante, encabezar, acompañar a alguien) que, en inglés y con el paso del tiempo, devino en leader (el que decide, guía, conduce y desarrolla la acción de ir hacia adelante, encabezando, dando ejemplo a un grupo u organización de cualquier índole). Cabría preguntarse si está justificada la necesidad de introducir en nuestra lengua la palabra líder para expresar tales significados. Yo, sinceramente, creo que no. En esto me estimula coincidir con el profesor Barraca[10] en que bastaría, para ello, con emplear términos como director, dirigente, jefe o simplemente guía que es el nombre que se aplica a quien ejecuta la acción del verbo guiar, y que, como se puede comprobar, abarca todos y aún mayor número de aspectos significativos al respecto.
Tampoco resulta convincente la noción –bastante usual por cierto- que señala al líder como la persona dotada de la capacidad de conducir a otras hacia donde él desea (¿?). Pero, en cualquier caso, parece claro que con el sustantivo líder y el verbo liderar, hoy se alude a nociones que trascienden sus significados originarios, enfatizando en la condición de persona de los involucrados en el fenómeno, en el tipo y condiciones peculiares de las relaciones que establecen entre ellos, y en la directa que existe entre las tales y los valores y objetivos que comparten.
En este contexto se sitúan dos aproximaciones conceptuales que, en mi opinión, pueden ser vías adecuadas para posteriores avances. Una la explica Barraca Mairal al hilo del pensamiento de López Quintás, diciendo que “líder es todo aquel que guía hacia los valores de un modo personal”[11]. La otra, en línea con la anterior, advierte que ejercer el liderazgo presupone poseer y ejercer la capacidad de conducir la propia vida hacia un fin de plenitud y de excelencia; de manera que, sólo después de cumplir tal requisito en grado suficiente, se estaría legitimado y en condiciones de guiar a otros hacia el fin propio de cada uno de ellos.
Estas ideas pretenden aportar elementos caracterizadores de la figura que venimos analizando, y que se trata de distinguir de otras que ejercen funciones de guía, entrenador, director, jefe, etc., en diferentes ámbitos de la actividad humana. Uno de tales rasgos diferenciales sería el carácter interpersonal del liderazgo; es decir: acción ejercida de persona a persona, no de forma indiscriminada sobre individuos sumidos en el anonimato del grupo. Otro, la contextualización intencional de tales relaciones interpersonales, de los medios y de los fines que el liderazgo persigue en el marco delos auténticos valores humanos. Y, quizá por último, el hecho de no ser el liderazgo algo en posesión o al alcance de unos pocos, sino la capacidad de influencia[12] inherente a toda persona que, como tal, puede ser desarrollada –con ayuda y esfuerzo, naturalmente- para influir positivamente sobre otros.
Desde tal perspectiva, y teniendo presente la insoslayable dimensión social de la persona, se puede afirmar sin riesgo que todas ellas, por poseer tal capacidad, tienen la necesidad y el deber de procurar desarrollarla y ejercerla en pos de su propia excelencia y de la calidad de su entrega al servicio de los demás. Sólo desde esta perspectiva, resulta del todo plausible “una concepción democrática y participativa del liderazgo”[13], de un liderazgo sucesivo, compartido, cooperativo del que hablan algunos de los expertos citados, y que también se halla presente en el exitoso modelo de liderazgo educativo propuesto por Stephen Covey[14]. Un liderazgo, en suma, ejercido desde la auctoritas, con autoridad-prestigio.
No obstante, me gustaría formular aquí, por último, algunos de los interrogantes que cabría plantear al hilo de estas o de otras reflexiones en torno al binomio Autoridad-Liderazgo. Un binomio de innegable actualidad, y en cuyos desarrollos se han puesto de relieve aspectos educativos importantes y aun novedosos. Creo que son preguntas que pueden ayudar a ganar en perspectiva, a realzar o matizar perfiles y, en definitiva, a aliviar la no fácil tarea de reconocer lo sustancial, lo permanente, y a valorar lo verdaderamente innovador distinguiéndolo, con nitidez, de lo meramente cambiante:
¿Es una innovación reconocer que la verdadera excelencia de la persona concreta -que se manifiesta en el grado de plenitud que alcanza- exige autodeterminación y ayuda? ¿Es nuevo el saber que enseña que la mejora personal hacia la plenitud es fruto de un proceso en el que interactúan varios cooperantes con sus aportaciones originales y desde el lugar, nivel y responsabilidad que ocupan y ejercen en tal proceso? ¿No es sabido que nada de lo dicho es concebible al margen de las especificaciones del bien en lo cual consisten los verdaderos valores? ¿Es un descubrimiento que la ejemplaridad es fuerza que atrae, suscita deseo de emulación y seguimiento? ¿No es sabido que el prestigio personal (bondad y competencia en el ser, en el saber y en el hacer reconocidos) es fuente de confianza y, por tanto, de credibilidad, fiabilidad, aceptación e incluso de libre obediencia? ¿Es un nuevo hallazgo de la investigación educativa, que la participación responsable en lo común exige y promueve capacidad de autodeterminación, y educa, por tanto, en libertad y para la libertad?
[1] Desde la perspectiva de autores como Gardner y Goleman.
[2] Vílchez, L.F. (2016), Inteligencia moral, Madrid, PPC.
[3] Nuevo hombre y nueva sociedad para cuyas vidas serían innecesarios el Estado y la autoridad.
[4] Gómez Pérez, R. (1975) Represión y Libertad, Pamplona, Eunsa, p. 105.
[5] Ibidem, p. 107.
[6] D´Ors, A. (1986) La violencia y el orden, Madrid, E. Dyrsa, P. 57.
[7] Cfr. Sonnenfeld, A., (2010), Liderazgo ético, Madrid, Encuentro/Nueva Revista. P. 20.
[8] Cfr. Kojeve, A. (2005), La noción de autoridad, Buenos Aires, Nueva Visión.
[9] Cfr. González Simancas, J.L. (1992), Educación, libertad y compromiso, Pamplona, Eunsa.
[10] Barraca Mairal, J. (2000), La clave de los valores, Madrid, Unión Editorial, p. 109.
[11] Ibidem.
[12] Cfr. Maxwell, J. C. (2008), Desarrolla el líder que hay en ti, Barcelona RBA libros. P. 17.
[13] Barraca Mairal, op. cit. p.111
[14] Cfr. Covey, Stephen, El líder interior, Paidós Empresa, Barcelona, 2009.